lunes, 12 de noviembre de 2007

Camping en el Cotopaxi

Hacer camping ha sido siempre una de las actividades que más me han gustado. Será porque desde pequeña, mi papá nos llevaba a cuestas en su Land Rover viejo a acampar en diferentes partes del país. De ahí que me haya quedado el gusto de pasearme y viajar y aventurarme en lugares diferentes. En esos viajes, de pequeña, yo iba pegada en el asiento de atrás del piloto, mientras mi mamá cuidaba de la más pequeña de las hermanas, y mi papá nos cantaba canciones en francés que hablaban de los campesinos que se reúnen a tomar vino. Mis hermanos mayores y yo cantábamos a coro y entre canción y canción le torturábamos para que nos dejara bajar a ir al baño, o para preguntarle cuánto faltaba para llegar. Desde esa época de acampadas en familia, han pasado muchos años pero yo sigo haciendo paseos y no me canso de regresar a lugares como el Cotopaxi, el volcán activo más alto del mundo; aunque nunca lo haya escalado (lo más alto que llegué fue al glaciar para hacer una práctica con crampones y me pesaba tanto la cámara de fotos de esa época, el agua y los mismos crampones, que me puse a llorar sin fuerzas), es uno de los lugares más hermosos y emocionantes.
Para los que, como yo, no están hechos para la alta montaña, al rededor del volcán se extiende una espectacular planicie: LIMPIOPUNGO, muchas veces ignorada o hechada a menos por la mayoría de las personas. Para mí, ese lugar es espectacular. Atravesada por riachuelos, perforado por una laguna (que cada vez se va pareciendo más a un gran charco), esta planicie está interrumpida de vez en cuando por gigantescas rocas que alguna vez saltaron como canguil de la boca del volcán, y por curiosas colinas salpicadas por aquí y por allá... no puedo evitar pensar que una de ellas tiene un parecido increíble con el lomo de la "vetusta Morla", en la película de La Historia Sin Fin, del libro de Michael Ende, pero sin el pantano de la tristeza al rededor. Hace no mucho, fuimos, Wolf, Claudio: un amigo chileno, y yo, en mi bólido ruso, un jeep Lada que también es menos preciado por muchos, pero a mí me ha servido de maravilla para recorrer el país desde el año 2003..., cargados con dos carpas, tres botellas de vino, comida apropiada para la ocasión, una estufa, y una caña de pescar... por si acaso. De todas las cosas que llevamos, la caña fue la que nunca llegó a ver la luz del día, pues los riachuelos no tenían ni un solo pez. El vino, sí vio la luz, pero brevemente, pues el frío nos impulsó a beberlo con rapidez.
Aunque parezcamos los típicos campistas inconscientes, no es así. Somos muy respetuosos con el medio y admiramos profundamente la naturaleza. Buscamos durante largo rato un lugar donde acampar, recorrimos la planicie del Limpiopungo en un atardecer nublado, hasta que dimos con un curioso camino señalado por un cartel pequeñito. Obviamente lo seguimos, no sin antes fotografiar el paisaje y los aguiluchos en el camino... y luego de una buena rampa de tierra, donde mi Lada demostró sus habilidades del 4x4, llegamos al sitio... era un lugar rodeado de estas colinas de formas suaves, y en el cual nacía directamente de abajo de la tierra un riachuelo más bien ancho, con el agua totalmente cristalina y que se abría paso hacia la planicie.
En las orillas del río, si uno se asoma con cuidado, se pueden ver varios conejos silvestres que obviamente salen disparados a esconderse, porque por más cuidado que se haga, ellos nos sienten. Armamos el campamento y fuimos los hombres se encargaron de buscar leña. Yo, como buena mujer de tribu, me quedé cuidando el campamento y preparando las cosas para la noche.
Pronto, tuvimos una fogata excelente, en la que preparamos las papas asadas, igual que en la película del Tambor de Hojalata, solo que yo no tenía las cuatro faldas puestas, sino un pantalón térmico, gorra, guantes, polar... porque para entonces, empezó a soplar un viento helado. Después de comer, decidimos subir una de las colinas, aunque ya era noche cerrada. Subimos, entre el pajonal y el viento helado y nos paramos en la punta. Desde ahí, podíamos ver el reflejo lejano de las luces de la ciudad de Latacunga frente a nosotros, y detrás... una inmensidad oscura y ventosa que sobrecoge. Ahí nos quedamos un rato, no sé los otros dos, pero yo me sentía más pequeña de lo que ya soy, con un espacio tan grande al rededor. Un rato después bajamos, y nos fuimos directo a dormir. El viento era tan fuerte que se sentía como si las carpas iban a salir volando. Quizás era porque es esa hondonada el viento se arremolina, no sé, pero no dormimos muy bien que se diga, el Wolf y yo. Claudio, en su carpita, durmió como una roca. Al día siguiente, paseo por los alrededores... al momento del desayuno, un arriero pasó cabalgando por las colinas, y si se sorprendió de nuestra presencia, no demostró en lo absoluto... al empezar a caminar, nos topamos con una reunión de arrieros que llevaban los toros de lidia que andan libres por la planicie. Fue un espectáculo increíble. Todos con sus zamarros, sus ponchos, sus caballos andinos pequeñitos y súper fuertes. Nos sentamos a verlos pasar y después seguimos por los prados detrás de las colinas. El viento de la noche había desaparecido y el sol calentaba los huesos. No caminamos mucho, queríamos más apreciar el lugar. Llegamos hasta el nacimiento de un nuevo río, y nos dimos cuenta de que los arrieros pasaban por abajo. Las vacas que seguían a los toros, caminaban con prosa y una incluso se nos quedó mirando, parada en medio del riachuelo, y empezó a hacer pipí en medio del agua pura... las vacas son animales definitivamente incomprensibles.
Regresando al campamento, como aún era temprano y el sol aún calentaba, decidimos tomar un baño en las aguas del río (que no era el mismo al que la vaca bautizó). El páramo es curioso. Cuando sale el sol, el calor es intenso... apenas sopla un poco de viento, uno siente mucho frío... y las aguas son heladas. Ya habíamos experimentado cosas similares en un paseo a El Altar, bañándonos en lagunas frías, pero a mí siempre me cuesta más. Así que yo pasé como un suspiro por el agua la primera vez, y cuando los chicos fueron nuevamente a buscar leña, aproveché para entrar en el agua con más calma. Después de eso, uno siente que el ambiente del páramo es más bien cálido. La segunda noche fue más tranquila que la primera en cuanto al viento, pero tuvimos la sorpresa de tener acompañantes que vinieron a acampar en el mismo lugar... y nosotros que pensábamos que estábamos en un lugar secreto... (todavía quedarán lugares realmente secretos???). El primer grupo, una familia, muy simpática, sin problemas, compartimos el vino con ellos y ellos algo de comer con nosotros. El segundo grupo, unos universitarios, pensaron que podían hacer ruido no más hasta las mil en la noche, hasta que les mandé a callar (hay que decir que se portaron obedientes y se callaron).
Al amanecer, Wolf salió a caminar por los alrededores a tomar más fotos, y yo, desde el campamento, mientras todos los demás dormían, vi pasar un venado maravillosamente silencioso, por la colina del otro lado del río. Yo me tomo todas esas cosas como regalos para los que van respetuosamente a un sitio. Así que fui afortunada. Regresamos a la ciudad, como siempre, sin muchas ganas... siempre me digo que tendría que quedarme en un sitio como ese, o como el que conocimos en El Altar, durante un buen tiempo, hasta que uno empiece a cambiar la estructura de las costumbres y saber hasta dónde podemos llegar. Fuente: Pateca