lunes, 19 de noviembre de 2007

Tupungato cara sur

Pezcalandia te acerca este interesante y aventurero relato de uno de los lugares más apasionantes de nuestro territorio. No recuerdo bien cuándo nació mi obsesión por esta montaña. Sin duda se fue gestando cada vez que estaba en la ruta yendo a escalar a Arenales o simplemente pasando por Punta de Vacas en el camino al Aconcagua, ese cerro solitario, siempre nevado, imponente llamado Tupungato me decía: “¡Já! La normal del Aconcagua. Vení, anímate, subime por la sur!”.
Un día caigo al negocio en donde trabaja mi amigo Martín. Lo miro y sin rodeos le propongo: “¿Vamos a la sur del Tupungato?” Martín, medio distraído y sin mirarme a la cara (como siempre) contestó (con la misma emoción con la que se compra un litro de leche): “Dale”. Así, de la nada, nació la expedición. Éramos nosotros dos, una carta topográfica que me había prestado Salitas, un par de contactos y cero tiempo para organizarla, ya que yo iba a estar toda la temporada en el Aconcagua, y Martín atendiendo el negocio. Pasaron un par de meses, durante los cuales nos enteramos que Gerardo Castillo había bajado del Tupungato por donde nosotros queríamos subir, así que aproveché y le pude sacar algo de info. Terminamos fijando el 8 de marzo como fecha límite de la partida. Para ese entonces se nos habían sumado Pedro y Pablo (un guía amigo) y fueron sus contactos los que nos consiguieron los caballos para la primera parte de la travesía.
Partimos a las doce de la noche, sin Pedro que canceló a último momento. Hernán nos dejó con su 4x4 en el Refugio Scaravelli a eso de las 02.00 AM. Comimos un poco de tortilla y nos acostamos. Los caballos nos pasarían a buscar en unas horas y así fue que vimos aparecer una figura que parecía el jinete de “Resero” sobre su mula, con los caballos. Ensillamos, nos montamos, encomendamos nuestros culos a Dios, y partimos.
Siete horas más tarde y después de esta infructuosa plegaria, llegamos al Real de la Cruz, un desolado paraje con un tremendo refugio de dos pisos, agua caliente, chimenea, colchones y demás comodidades extravagantes para el lugar donde nos encontrábamos. Al día siguiente, partimos montados hacia lo que en la carta aparecía como la Invernada del Castaño (remontando el río Tunuyán hasta sus nacientes). Para nosotros era simplemente donde empezaba la morena. El cerro nos dio una bienvenida lluviosa, que se prolongó durante toda la noche y el día siguiente, y terminó por transformarse en 50 cm de nieve el día que empezamos el cruce de la morena. Ese cruce fue muy largo. Pasamos un par de días en esas morenas hasta que llegamos al comienzo de un filo que aparentemente nos llevaría “rápidamente” hacia el campamento de los 5.000 m.
En realidad, ese rápidamente se transformó en otro par de días de nieve, muchas ante-cumbres, y un viento insistente e implacable. Para colmo, una de las varillas de nuestra carpa tuvo síndrome de jabalina y se deslizó rápidamente hacia abajo en la nieve congelada de la tarde; pero esa es una anécdota aparte. Entre el viento y la nieve sobre nuestros rostros, Pablo vió una pirca de metro y medio, la que nos iba a proteger del viento en los siguientes días. La montaña trató de disuadirnos de varias maneras, por ejemplo con un día de vientos infernales el 17 de marzo; pero a eso de las 23:00 hs la carpa se fue despegando de nuestras caras, los parantes tomaron sus posiciones originales y nos envolvió el silencio. Nos miramos y supimos que la montaña nos estaba dando un día para concretar lo que habíamos venido a hacer. Empezamos a preparar las cosas y después de una comida caliente y de dormir un poco, partimos a eso de las 5:00 AM hacia la cumbre.
Los -17ºC y el viento siempre molesto, ayudaron a mantener al glaciar lo suficientemente duro como para no notar demasiado las grietas. Sólo un par de veces enterramos las piernas enteras. Pablo se nos había adelantado bastante; Tincho y yo lo seguíamos. Nos desviamos en un campo de grietas y optamos por tomar la ruta más larga que incluía unas partes de 60º de pendiente y una travesía sobre unas rocas. Ahí encontramos un bastón que subimos con nosotros.
Pablo nos estaba esperando en el portezuelo, y seguimos los tres hacia la cumbre. Para ese entonces el cerro había consumido gran parte de nuestras energías, y el viento y el frío estaban terminando el trabajo, pero llegamos... ¡Cumbre! Clavamos el bastón, sacamos fotos, nos abrazamos, vimos la vista, escribimos nuestros nombres en un libro que estaba en un maletín de aluminio dejado por una expedición chilena en febrero, y luego comenzamos el larguísimo descenso hasta nuestra carpa.
Al día siguiente sacamos nuestras cabezas afuera, y notamos unas amenazantes nubes capaces de transformar nuestra apacible y victoriosa bajada en un infierno de viento y nieve. Escapamos de la tormenta y bajamos hasta una cuevita que cerramos con un pircado, y nos sirvió de refugio esa noche. A la mañana amaneció con un poco de agua nieve, que nos acompañó el resto del camino. Nuevamente al pie de la morena, esta vez decidimos encararla por el otro lado pensando que sería más fácil. Todo bien hasta que llegamos a las nacientes de un río que surgía debajo la pared de cien metros del glaciar. Empezamos a vadearlo pero desaparecía en un gran hueco debajo de otra pared del glaciar de otros tantos metros. No tuvimos más remedio que cruzarlo y montarnos en la morena nuevamente. El cruce estuvo interesante, porque si alguno de nosotros se caía, terminaba en las mismísimas entrañas de la morena. Pero allí estábamos nuevamente en aquel campo interminable de lomas de hielo. Llovía copiosamente poniendo a prueba de nuestra paciencia.
Llegamos a nuestro depósito unas horas después, mojados, cansados e impresionados luego de que una piedra del tamaño de un Fiat Duna rodara cuesta abajo a sólo cien metros de donde nosotros pasábamos. Sacamos las galletas, un poco de leña que habíamos dejado, combustible, fósforos, y prendimos un fueguito para calentarnos un poco. Pasamos el resto de la tarde secando nuestras cosas al ritmo de los calentadores. Nunca se duerme demasiado bien en una bolsa de Duvet mojado, pero el cansancio ayudó bastante. A la mañana siguiente salimos a eso de las 14:00 hs. Cruzando el río Tunuyán teníamos la fantasía de que al llegar al refugio del Real de la Cruz nos encontrásemos con la primera expedición de mujeres holandesas a la sur del Tupungato. Pero llegamos a eso de las 19.00 hs y, como última broma sarcástica, nos dieron la bienvenida 18 holandeses ruidosos y peludos, que nos convidaron con café con leche y una parva de tortas fritas. Al día siguiente, montamos nuevamente nuestros caballos, nuevamente encomendamos nuestros culos a Dios, y partimos rumbo al Manzano Histórico.
Diez horas después estábamos de vuelta en la civilización. Agotados pero habiendo hecho una experiencia y una amistad invalorables. En el camino el Cerro San Juan nos decía “Muchachos, la sur del Tupungato es para ñoños! Vengan a subirme a mí por la cara este!” Así que ya teníamos un nuevo desafío para una próxima expedición.
Por Pancho Portnoy