
Un día caigo al negocio en donde trabaja mi amigo Martín. Lo miro y sin rodeos le propongo: “¿Vamos a la sur del Tupungato?” Martín, medio distraído y sin mirarme a la cara (como siempre) contestó (con la misma emoción con la que se compra un litro de leche): “Dale”. Así, de la nada, nació la expedición. Éramos nosotros dos, una carta topográfica que me había prestado Salitas, un par de contactos y cero tiempo para organizarla, ya que yo iba a estar toda la temporada en el Aconcagua, y Martín atendiendo el negocio. Pasaron un par de meses, durante los cuales nos enteramos que Gerardo Castillo había bajado del Tupungato por donde nosotros queríamos subir, así que aproveché y le pude sacar algo de info. Terminamos fijando el 8 de marzo como fecha límite de la partida. Para ese entonces se nos habían sumado Pedro y Pablo (un guía amigo) y fueron sus contactos los que nos consiguieron los caballos para la primera parte de la travesía.

Siete horas más tarde y después de esta infructuosa plegaria, llegamos al Real de la Cruz, un desolado paraje con un tremendo refugio de dos pisos, agua caliente, chimenea, colchones y demás comodidades extravagantes para el lugar donde nos encontrábamos. Al día siguiente, partimos montados hacia lo que en la carta aparecía como la Invernada del Castaño (remontando el río Tunuyán hasta sus nacientes). Para nosotros era simplemente donde empezaba la morena. El cerro nos dio una bienvenida lluviosa, que se prolongó durante toda la noche y el día siguiente, y terminó por transformarse en 50 cm de nieve el día que empezamos el cruce de la morena. Ese cruce fue muy largo. Pasamos un par de días en esas morenas hasta que llegamos al comienzo de un filo que aparentemente nos llevaría “rápidamente” hacia el campamento de los 5.000 m.

Los -17ºC y el viento siempre molesto, ayudaron a mantener al glaciar lo suficientemente duro como para no notar demasiado las grietas. Sólo un par de veces enterramos las piernas enteras. Pablo se nos había adelantado bastante; Tincho y yo lo seguíamos. Nos desviamos en un campo de grietas y optamos por tomar la ruta más larga que incluía unas partes de 60º de pendiente y una travesía sobre unas rocas. Ahí encontramos un bastón que subimos con nosotros.
Pablo nos estaba esperando en el portezuelo, y seguimos los tres hacia la cumbre. Para ese entonces el cerro había consumido gran parte de nuestras energías, y el viento y el frío estaban terminando el trabajo, pero llegamos... ¡Cumbre! Clavamos el bastón, sacamos fotos, nos abrazamos, vimos la vista, escribimos nuestros nombres en un libro que estaba en un maletín de aluminio dejado por una expedición chilena en febrero, y luego comenzamos el larguísimo descenso hasta nuestra carpa.

Llegamos a nuestro depósito unas horas después, mojados, cansados e impresionados luego de que una piedra del tamaño de un Fiat Duna rodara cuesta abajo a sólo cien metros de donde nosotros pasábamos. Sacamos las galletas, un poco de leña que habíamos dejado, combustible, fósforos, y prendimos un fueguito para calentarnos un poco. Pasamos el resto de la tarde secando nuestras cosas al ritmo de los calentadores. Nunca se duerme demasiado bien en una bolsa de Duvet mojado, pero el cansancio ayudó bastante. A la mañana siguiente salimos a eso de las 14:00 hs. Cruzando el río Tunuyán teníamos la fantasía de que al llegar al refugio del Real de la Cruz nos encontrásemos con la primera expedición de mujeres holandesas a la sur del Tupungato. Pero llegamos a eso de las 19.00 hs y, como última broma sarcástica, nos dieron la bienvenida 18 holandeses ruidosos y peludos, que nos convidaron con café con leche y una parva de tortas fritas. Al día siguiente, montamos nuevamente nuestros caballos, nuevamente encomendamos nuestros culos a Dios, y partimos rumbo al Manzano Histórico.
Diez horas después estábamos de vuelta en la civilización. Agotados pero habiendo hecho una experiencia y una amistad invalorables. En el camino el Cerro San Juan nos decía “Muchachos, la sur del Tupungato es para ñoños! Vengan a subirme a mí por la cara este!” Así que ya teníamos un nuevo desafío para una próxima expedición.
Por Pancho Portnoy