Me dan ganas de hacer pis. En un bolsillo de la carpa, a la altura de mi cabeza, guardo cosas estratégicas que, en Nido, no se congelan: la linterna, mi libreta y una botellita de cuello ancho (anchísimo digo yo), en la que hago pis. Una vez terminada mi faena intestinal, abro el cierre de la carpa y tiro la meada a un costado. No puedo dejarla en la botella porque no demoraría en congelarse. Anoto en mi libreta: “¿Qué mierda estoy haciendo en este maldito lugar?”. Rápidamente, se me pasa: estoy en Nido de Cóndores, tratando de subir el Aconcagua.
Cuando amanezca, derretiremos nieve y tomaremos el desayuno, nos vestiremos, nos daremos ánimos, levantaremos el campamento, lo pondremos en nuestras mochilas y, otra vez, nos echaremos a andar. Esta vez, la meta es Berlín, a 5800 metros sobre el nivel del mar. La noche es lenta. Miro el reloj: las 2.33. Y digo: ¿cómo estará mi hijo Eliseo ahora mismo? ¿Boca abajo en su cama o de costado? ¿Tendrá ganas de hacer pis, como yo? ¿Estará soñando con su dragón Dorado o con su caballo Pegaso o con Aslam, el león? De día, en un lato del camino, me llegaban imágenes de su sonrisa y sólo atiné a escribir su nombre en la nieve. Fue como una íntima ceremonia, una declaración de amor a varios grados bajo cero.
Adentro de la carpa está todo congelado y el lado de afuera de la bolsa de dormir también está congelado. No entiendo, a ciencia cierta, cómo es posible que nosotros no estemos congelados. Definitivamente, estas bolsas son una maravilla. Afuera, la luna llena sigue en su plan de escándalo. Delata todo, todo lo delata, llena de luz el infierno, tanto que decido invertir parte de mi tiempo en abrir el cierre de la carpa. Saco la cabeza y miro para afuera: la nieve, bajo la luz de luna, toma un color azulado.
Nada, pero nada, parece estar vivo a mi alrededor. Nido es como una gran tumba donde hibernan un breve puñado de células estúpidas llamadas seres humanos. ¿Su misión? La consagración de la estupidez: posarse en la cresta de un accidente geográfico llamado Aconcagua. Luego, sacarse unas fotos, organizar un asado y mostrárselas a sus seres queridos, suponiendo que por ello habrán de quererlos un poco más. Miro el reloj: las 2.54. El tiempo es lento, muy lento. Y las personas, en realidad, vivimos demasiados años. Con menos de la mitad sería suficiente o tal vez menos. Para Elvis fue suficiente. Y también para Janis, Jim, Federico, Valdo y Gustavo y Eloy. La humanidad es un cascada que derrocha talento para nadie. La humanidad es un caso perdido…
Amaneció en Nido. Desayunamos. Desarmamos el campamento y armamos las carpas y nos echamos a andar otra vez. La subida a Berlín es corta, tres horas, digamos, pero dura, por supuesto. Se trata de trepar por un acarreo tomando, básicamente, un descanso en la mitad del camino.
El acarreo es empinado y ahora está cargado de nieve. Empezamos trepar. Como siempre, encabeza el Mencho y lo sigue Luis con su pachorra universal. Atrás, Diego y yo cierro. Se nota la falta de oxígeno. Todos caminamos lento, guardando el aire y con la cabeza puesta, sin que podamos evitarlo, en el día de mañana: el día de cumbre. En un momento de la caminata, presurosos, deberemos tirarnos a un lado, porque tres muchachos están llevando adelante el rescate de un hombre al que bajan con visibles muestras de dificultad para caminar y mantenerse despierto.
A medio camino, luego de un descanso en una piedras. Decido quedarme unos diez minutos más: un poco acomodando cargas, otro poco hidratándome, abrigándome o desabrigándome, poniéndome crema o acomodándome el sombrero. Cuando miro hacia arriba, la expedición se ve pequeña: me han sacado un buen trecho y trato de recuperarlo rápidamente y no hago más que agitarme y sentirme más cansando. Vuelvo a intentarlo y ocurre lo mismo. Entonces, trato de dominar la situación y buscar un ritmo. Finalmente, alcanzarlos me llevará más de una hora y todos llegaremos a Berlín al filo del esfuerzo, como corresponde, pasado generosamente el mediodía.
Los rusos, la turca que viaja sola y otras tres expediciones han decidido acampar en Plaza Cólera, a quince minutos de aquí. Es un sitio, podríamos decir, nuevo. De hecho una de sus ventajas estratégicas es que no está tan contaminado. Mañana, si todo marcha bien con el clima, rusos, turca y andinistas varios partirán hacia la cumbre y nuestros caminos se cruzarán. Veremos si sucede. Nosotros por ahora festejamos: hemos logrado un nuevo campamento de altura. Estamos cansados, pero felices. Nos damos un abrazo con Diego: nuevamente ha batido su récord de altura y se lo ve feliz, optimista y entero, tanto, que aprovecho la situación para decirle que montemos campamento, porque las noches en Berlín son espantosamente frías, tal como comprobará.
Berlín no ha cambiado nada durante estos años: sigue siendo una mugre, un campamento que ha pasado de moda de tan contaminado que está.
Aún resisten tres refugios de madera que levantó el Ejército en otros tiempos más felices, tiempos en los que su compromiso con el cerro era real.
Hace demasiado frío como para contemplar el atardecer, aún así, mi diarrea me obliga a ocultarme tras unas rocas y aprovecho para hacer algunas fotos. Estamos en Berlín, son las 18 horas, más o menos.
A las cuatro, más o menos, empezaremos a vestirnos y nos echaremos nuevamente a andar. Sin embargo, falta mucho para eso y, muy por el contrario de la esperanza, se ha largado a nevar…
Mañana, si el tiempo ayuda y sin mayor peso en las mochilas, le pondremos el hocico al frío como no hemos hecho hasta ahora. Será un día eterno. Subiremos en primer lugar las piedras de Berlín, un tanto enriscadas hasta un filo breve. Luego, Piedras Blancas, Piedras Negras, Independencia y Portezuelo de los Vientos y, desde ahí, la Gran Travesía, la temible Canaleta y la Cumbre. Mejor no pensar en esto ahora. Tenemos que descansar, hidratarnos, tratar de dormir. Si supiéramos, también rezaríamos para que nos toque un día hermoso, un día peronista, un día despejado y sin viento, un día normal para un pequeño grupo de gusanos que se divierte mojándole las orejas al león, nada del otro mundo… “Un día apto para caminar hasta el cielo, Señor te lo ruego”, eso es lo que pediríamos si supiésemos rezar. Pero ya ven…
Por Ulises Naranjo
Fuente MDZ en Berlín.