Desde Pezcalandia difundimos a nuestra comunidad, éste
gran lugar de pesca, el Pejerrey Club, en Quilmes, que sugiere un paseo familiar,
dedicado a la recreación.
El
peso de la historia del lugar, sostenido con mano firme por un puñado de
perseverantes vecinos desde hace más de un siglo, parece jugar a favor de los
pescadores del Pejerrey Club.
El
viento sur arrecia sobre la costa de Quilmes y
en el río revuelto los peces plateados se resisten a dejarse caer en la trampa
de las carnadas. Así y todo, las cañas clavadas como estacas en los bordes del
Morro –el extremo del muelle de 700 metros de largo– empiezan a sacudirse y el
pique se torna sostenido.
Desde
los baldes salpica el agua que traen los pejerreyes de más de 20 centímetros de
largo y los matungos de porte respetable capturados. Pero, por el momento, sólo
el nutrido elenco de acompañantes se larga a festejar la buena racha. Los
gritos de alegría provienen de esposas, hijos y amigos que sostienen mates,
termos y galletas y sólo se aquietan para reponer los señuelos de mojarra y
carnada blanca. Los pescadores, en cambio, no adhieren a los festejos. Por
ahora siguen concentrados en lo suyo, con la vista fijada en el agua marrón.
Para los más afortunados, la paciente espera desde la madrugada
hasta las vísperas del mediodía también es retribuida con algún dorado de 5
kilos, una boga y hasta un esquivo ejemplar de carpa de más de 10 kilos.
“Es la época del pejerrey de fondo, aunque con dos anzuelos y
plomada también se consigue dorado, patí, armado y bagre amarillo y blanco”,
ilustra la voz más autorizada del Pejerrey Club. Ernesto Villa suma medio siglo
de socio y siete décadas dedicadas a la pesca en ríos y lagunas. A los 83 años
de edad, su contagioso entusiasmo es un aliciente indispensable para decenas de
pescadores más jóvenes, habituados a saludar a su experimentado colega de Wilde
como a una deidad que decide su suerte.
Una pieza histórica
Más cerca de la orilla, sobre la rambla flotante inaugurada en
1911 con el pretencioso nombre Balneario de Quilmes, los embates del viento
amagan con arrasar la más vistosa de las construcciones instaladas sobre
pilotes. El histórico inmueble dejó de ser una preciada pieza despojada de
todos sus brillos y encaminada al desguace. Un providencial golpe de timón
cambió el ánimo de los socios y devolvió el optimismo a Néstor Sotelo
–presidente de la institución– y Carlos Aguilar, el secretario general.
En julio de 2014, más de una centuria después de haber sido
adquirido por la familia Fiorito en el predio de Palermo de la Sociedad Rural
–donde formó parte del pabellón del Reino de Italia, en la Feria del Centenario
de la República–, el edificio de paredes rosadas y amarillas y techo de
tejuelas verdes fue distinguido como “Bien de interés cultural, histórico y
artístico” por el Poder Ejecutivo Nacional.
El próximo paso se vislumbra aun más arduo. La Comisión
Directiva se propone volver a poner en valor esta reliquia, visiblemente
deteriorada por las crecidas, el paso del tiempo y el descuido de las
autoridades. “El edificio principal, las pérgolas y las dos piletas –con aguas
saladas y dulces y 400 vestuarios individuales– son nuestras joyas más
delicadas”, deja en claro Arturo Ismay, orgulloso socio y colaborador
voluntario del club.
La vocación de servicio que Ismay ejerce a toda hora lo lleva a
abandonar la larga sobremesa de un almuerzo que arrancó con generosas porciones
de strogonoff, milanesa y rabas y se alarga en una charla a puro café. Es un
reflejo de la atmósfera familiar que irradia el bar La Tana, una cálida cantina
de madera construida cerca de la entrada del Pejerrey Club.
Desfile de pescadores
Durante la tarde, fresca y soleada, no disminuye el tránsito de
gente que porta sus equipos de pesca en dirección al muelle. Hacia el sur, por
detrás de la cañería interrumpida de un desmantelado puerto de buques areneros,
se recorta el horizonte de la costa bonaerense, estirada como un brazo
protector hasta Punta Lara. Del lado opuesto, la bruma deja a salvo la vista
nítida de los veleros del Club Náutico y la solitaria figura de la planta
purificadora de agua de Bernal, sobrevolada por parapentes de colores
chillones. Más atrás, los edificios de la ciudad de Buenos Aires son apenas
siluetas borrosas.
A pasos de la avenida Costanera, el parque abrigado por un
espeso manto de palmeras, sauces llorones, palos borrachos, pinos y magnolias
es el sitio más adecuado que encuentran los anfitriones para dejar que la
nostalgia fluya sin obstáculos. “En 1938, cuando se fundó la institución, la
orquesta de jazz Los Universitarios grabó en un disco el ‘Himno del Pejerrey
Club’, escrito por Angel Fernández”, aporta Néstor Sotelo, a punto de ser
interrumpido por la desbordante emoción que denota Arturo Ismay: “Durante
muchos años tuvimos el honor de contar con los servicios del ‘Gordo’ Fridman
como guardavida. Era un tipo muy querido por todos, un humilde operario de la
Cervecería Quilmes que Martín Karadagian incorporó a su troupe de luchadores como El Campeón Alemán”.
En la sede, diez fascículos encuadernados de la historia del
club –la paciente obra que decidió emprender Carlos Aguilar– y vidrieras
repletas de trofeos de torneos de pesca, medallas, condecoraciones y fotos en
blanco y negro agitan un pasado de gloria, el momento de esplendor que, de a
poco, parece encaminado a reeditarse, empujado por el viento a favor.
Fuente
Clarin