
Claro que en esas tertulias las más de las veces la anécdota termina con la frase ritual: Ese trofeo luce en una de las paredes de mi sala de estar....”Esta vez, en cambio, no habrá trofeo porque no hay disparo y sí en cambio un diálogo (mejor, un monólogo) con un verdadero señor de la montaña, con un macho soberbio que reinó (la vida de un ciervo es siempre mucho más breve que la humana) durante varios años en la manada base de uno de los cotos más pintorescos de San Martín de los Andes, Nahuel Malal, (Corral del Tigre, en mapuche). Allí pasé jornadas inolvidables junto con sus dueños y mis amigos Norberto Estevez y su esposa Graciela.
Se trata de una lonja de ladera precordillerana justo frente al aeropuerto de San Martín. Siempre definí ese amago de Paraíso como el único que permite al cazador apurado aterrizar, bajar del avión ya en ropa de combate, cruzar la ruta, hacer un breve recorrido a pie y volver con una cabeza a tomar el avión de regreso, así de simple. Claro que eso ya no es más que leyenda, dado que los sucesivos visitantes y la serie de temporadas cumplidas han puesto sobre aviso a las congregaciones cervunas y es más difícil hoy ponerse a tiro que hace diez años, cuando comenzamos las experiencias y las emociones en ese siempre por mi añorado rincón neuquino.
Pero vayamos al tema de esta charla. Cierta vez Vicente me requirió alguna anécdota sin disparo pero en la cual el personaje fuera un ciervo, uno de esos machos modelos que, por fortuna, hoy son más comunes que antes en el sur, gracias a la introducción de nuevas corrientes de sangre.
Al iniciarse el coto, Norberto obtuvo varios planteles, en Neuquén y en La Pampa. En uno de ellos venían varias ciervas preñadas. De ese intento hubo varias bajas a cargo de los pumas de la zona, que abundaban, y de las hembras, una sola logró criar su hijo, un machito de notable estampa, que, desde el comienzo, hizo valer su condición de jefe de manada. Lo conocí cuando ya ostentaba diez notables puntas en una cornamenta que, hasta el final, conservó su belleza y grosor.
Desde mi primera visita, ir a buscar al ciervo fue una de mis ocupaciones habituales en los momentos de descanso de la cacería. Cosa insólita, hice mis visitas en solitario y siempre con el rifle y los prismáticos. Es decir, en un principio fue una recorrida del cerco, que mide kilómetros, en busca de rastros de ciervo, de jabalí y sobre todo, pisadas de puma, en la esperanza de abatir alguno de esos grandes felinos cuya permanencia, al parecer, está asegurada y por lo tanto se pueden cazar incluso como aporte para regular la cantidad de individuos en cada zona.
Tuve el privilegio de poder entrar a la zona cercada y por lo tanto, mirar de cerca de todos los grupos o familias que allí pastaban, en casi total libertad.
Hablé de privilegios, quizás el mayor fue poder concurrir casi todas las temporadas a pasar unos pocos días en el coto. Año tras año el ciervo fue creciendo y mereció el titulo noble de “Sir”, al cual le agregamos Alfred en homenaje a Nardini, fabuloso fotógrafo de la editorial Perfil. Debo señalar que la visita interna puede hacerse en camioneta, es más, debe hacerse porque así los ciervos, acostumbrados, no se espantan como lo hacen ante una figura humana. Pero en mi caso, por fortuna o por el sumo cuidado en mis desplazamientos, llegué a estar a menos de cincuenta metros de eso formidable reproductor. Es quizás un trofeo íntimo que llevo con orgullo. Llegué a comprobar que aún con viento adverso, que llevó mi emanación a los sutiles y ultrasensibles sentidos de oído y olfato de esa bestia, jamás provoqué su huída. Fue un placer muy exclusivo y lo guardo nítido en mis recuerdos. Con los prismáticos llegué a familiarizarme con su rostro, detalles de la cornamenta y rastros de peleas con otros machos y, muy especialmente, con algún puma. Y esto último debo consignarlo porque, al fin y a la postre, ese fue el término de tan exquisita escena bucólica.
Ocurre con los ciervos que año tras año aumentan la cornamenta (cambiada en cada temporada, como se sabe). Pero se llega a un límite y luego comienza a declinar hasta llegar a no brotar mas, con lo cual el ciervo concluye su vida útil, se aparta generalmente de la manada y termina sus días en algún rincón del bosque.
No fue el caso de “Sir Alfred”. Como pocos de su raza, este ciervo colorado mantuvo su cetro no solamente contra otros rivales sino también contra los depredadores. Sin hablar de los zorros, a los que despreciaba, se enfrentó siempre con renovados bríos a pumas y gatos a quienes mantuvo a raya. Cuando recuerdo sus coronas y sus puntas marfilinas no me cuesta pensar que los grandes felinos habrán ofrecido lógico respeto a esos múltiples puñales. Existieron rastros de esos combates en nuestro amigo. Algunos costurones en el flanco me hablaron de otras tantas muestras de su arrojo y del filo de las garras leoninas.
Pero el siempre reaparecía, en cada temporada, con todo su esplendor. Hasta que comenzó la decadencia y un marzo de no hace muchos años al preguntar por él, Norberto, con cierto embarazo me respondió, “Mañana iremos a visitarlo”.
Y fue una visita litúrgica. Fuimos los dos solos en la camioneta, al final del coto, en un barranco a pique, casi sobre el remate de la alta roca, un estacón de ñire pelado y en la punta, una cabeza de puma. “Lo enterramos aquí, pero él cayó al fondo del barranco. Le quedaban solo tres puntas en cada aspa y se había puesto demasiado pesado. El puma, en cambio, quedó, en el lugar de la pelea, con una puñalada en el costillar que debe haberlo herido lo suficiente”, me informó, breve y certero, Norberto. Me quedé mirando la estaca y recordando que, en el frente del galpón de cría, allá en el casco de la estancia, había observado una cabeza fresca pero pobre en puntas. Después apoyé la mano en la estaca, en la cabeza limpia del felino y me quedé callado, en actitud de saludo y no de despedida. Cualquier cazador lo va a comprender...
Por Rodolfo A. Perri