viernes, 9 de noviembre de 2007

Tigres de la selva

Son las nueve de la mañana y desde el mirador de la posada no se puede ver más que el espeso manto de niebla que lo envuelve todo. El río Uruguay corre apenas a una veintena de metros y la densa pared gris sólo nos permite adivinar su presencia por el chapoteo de un pez o de un ave cazadora. Paulatinamente, como si un gran telón se fuera descorriendo ante nuestros ojos, descubrimos el río y, poco a poco detrás de él, la Reserva Estadual do Turvo, que con sus quince mil hectáreas de selva virgen se desparrama sobre las laderas de los morros brasileños.
Se levanta la niebla. Es la señal que espera Cuqui, nuestro guía, para que iniciemos la salida de pesca. La propia ansiedad se suma al entusiasmo de nuestros anfitriones por mostrarnos los dorados que habitan el Alto Uruguay.
Saldremos de Puerto Paraíso, un bellísimo lugar que no podía llevar otro nombre y que se encuentra en pleno corazón de la selva misionera, al límite de la reserva de biósfera Yabotí y el Parque Nacional Moconá.
Nos embarcamos, en dirección al Norte con el plan de ir probando con carnada viva en las distintas correderas en las que los lugareños suelen obtener las mejores piezas. La idea es pescar hasta la boca del Yabotí para internarnos en él hasta donde nos permita la altura del agua. A sólo unos 10 minutos río arriba de la desembocadura del Yabotí nos espera un espectaculo natural para el asombro: Los saltos del Moconá.
La pesca sobre el Uruguay:
A los cinco minutos de navegación y antes de hacer nuestro primer intento, nos cruzamos con una barcaza de pescadores artesanales que justo frente a nosotros levantan un dorado de más de ocho kilos que cayó en la trampa de su espinel. La situación nos confirma lo que veníamos escuchando no sin algo de incredulidad: hay dorados y de buen porte en el Alto Uruguay.
Entusiasmados y en busca de una buena pieza comenzamos a recorrer algunas de las correderas más conocidas: el Cuervo, el Bocudo, las Tejas. En una caída de agua proveniente del monte brasileño obtenemos nuestras primeras respuestas. Doradillos de dos a cuatro kilos son tentados por las anguilas que usamos de carnada. En algunos casos, y a pesar de nuestra paciencia por dejar comer antes de cañar, perdemos las piezas ya que, de a poco, los peces engullen las enormes anguilas sin llegar a tocar los anzuelos. Seguramente muchos de esos piques no se hubieran malogrado en caso de haber utilizado otro tipo de carnada o anguilas más pequeñas.
La primera emoción fuerte se produce cuando decidimos hacer trolling casi sobre el canal del río. Una formidable bajada de caña y la inmediata confirmación de que no se trata de un dorado. El pez muestra, por la forma de clavarse, que tiene un peso importante, pero no ofrece lucha, al punto que creemos haber prendido una pesada rama. Cuando lo tenemos cerca de la lancha, el “tronco” cobra vida y en una corrida nos saca unos cuarenta metros de nylon y se pierde en el lecho pedregoso del Uruguay. Un surubí de buen porte, enganchado seguramente del lomo, logró zafar de nuestro señuelo. La frustrada captura nos permite confirmar la existencia de grandes surubíes que pueden alcanzar treinta kilogramos o más, tal cual como nos habían informado.
Cambiamos nuestros aparejos poniendo nuevamente anzuelos 9/0 encarnados con anguilas para lanzarlos hacia la corriente y tentar al tigre de los ríos. La lancha se desplaza a la deriva arrastrada despaciosamente por el correr del agua del gran río, mientras aves y monos aulladores ocultos en la densa selva que se levanta sobre las dos orillas alertan sobre nuestro paso con gritos y chillidos. Infinidad de mariposas de todos los colores y tamaños se posan atrevidas sobre nuestras manos que sostienen firmemente las cañas esperando el momento de la clavada. De pronto, en la segunda caída que le hacemos a la corredera llamada el Calistro, se produce una firme corrida y un gran salto a cien metros de la embarcación.
Es un dorado de más de 8 kilos que se defiende con bricos, cabezazos y corridas antes de caer vencido. No nos sorprende su capacidad de lucha, son peces acostumbrados a desafiar las fuertes corrientes que se producen en las cercanía de los Saltos de Moconá y a enfrentar a contra corriente los rápidos de los arroyos de la zona a fin de reproducirse.
A esta altura, estamos a punto de conocer el tesoro más preciado que nos guarda la selva misionera: El Yabotí o Pepirí.
El Yabotí:El Yabotí es un arroyo de aguas cristalinas que nace en el interior de Misiones. A través de sus ochenta kilómetros de extensión serpentea en el medio de la selva virgen hasta desembocar en las aguas del río Uruguay. Su lecho de escalones y piedra basáltica lo conforman como un arroyo de aguas rápidas, límpidas y bien oxigenadas. El dorado allí desova y permanece alimentándose durante un tiempo. Cuqui, nuestro guía, nos cuenta sobre enormes dorados de más de 12 kilos que en más de una oportunidad se pueden ver en las claras aguas del arroyo.
Previa autorización en el puesto de Gendarmería que se encuentra en su desembocadura, ingresamos hasta donde permite la profundidad del agua. Al internarnos, por momentos nos invade la sensación de estar pescando en un arroyo patagónico y a punto de intentar la captura de una trucha arco iris. Nos acercamos lentamente a los primeros rápidos y logramos ver un espectáculo poco frecuente, cinco doradillos de no más de 35 centímetros disparan como saetas buscando alguna otra piedra que los resguarde de la mirada de los intrusos. Realmente es un paraíso para la pesca con mosca. Un lugar solamente comparable con los ríos salteños de alta montaña.
Nuestra intención no es pescar, para eso tendríamos que haber llegado por tierra hasta río arriba y largarnos en kayacs o gomones. Aún así, no podemos evitar lanzar unos grandes streamers negros donde las aguas se aceleran al golpear contra las piedras.
Traemos las moscas muy cerquita de la embarcación y en uno de los lances, otro espectáculo. Un doradillo de un kilo y medio se lanza sobre el engaño. Vemos toda la secuencia. El pequeño tigre yerra por milímetros el tarascón a la mosca y se vuelve a refugiar en las piedras. Son pocos los lugares que nos brindan la oportunidad de ver esta maravillosa escena..
Horas más tarde con la mirada clavada en el fuego del hogar de la posada, tratamos de ordenar todas las experiencias vividas en un solo día. El balance no puede ser mas auspicioso. Hay un rincón, en un entorno de selva virgen, en donde al dorado encuentra refugio a la depredación. La noche ya avanza en la selva misionera y la galería del comedor es una platea preferencial para escuchar los murmullos de anónimos seres que comienzan a despertar. Nos prometemos volver para pescar el Yabotí. Muy pronto. Cuanto antes.
Por Daniel Calabrese