Fue lo que entendimos en Pezcalandia, al recibir el informe de un usuario, un relato de alta importancia para la actividad.
En Pezcalandia decimos que es didáctico y una linda y triste realidad a todo el chanterio que nos rodeo en el asfalto.
Por lo general, el montañés se hace cargo de su libre decisión, si pierde en el desafío. Pero el devenir agregó el comercio a la aventura. La política sumó responsabilidades ajenas al Estado hasta convertirlo en objetivo bobo de demandas y oportunismos.
Los he admirado, desde niño, su desenfadado reto al riesgo infinito, trascendiendo siempre el “imposible” de los cuerdos que duramos aquí abajo.
En noches de carpa, luz de gas y cielo helado, he oído a grandes montañistas, en una extraña mezcla de osadía y búsqueda, como si en cada logro se reconstruyeran a sí mismos, para volver a empezar, en cada expedición. Los recuerdo en mis nostalgias: poco expresivos, pensativos. Veleidosamente libres, individualistas en su reto, solidarios en el grupo. No cuadra lo de “aventureros” porque suena a menosprecio, a excusa de los urbanos. En décadas, creo haber escuchado a los mejores entre los buenos: tienen clara dimensión del precio que arriesgan en cada reto, libres y conscientes de lo que ponen en juego.
La vida, claro y sin pensar en la factura. Antes de que comenzara a terciar el comercio, el turismo, los profesionales matriculados, los honorarios y los ecos de la política pública -que se infiltró poco a poco en esa comunión íntima y exótica- no recuerdo haber escuchado reclamos por la tutela del Estado.
Saben que los diezmos del contribuyente tienen otras prioridades: educación, salud, seguridad y justicia, necesidades con deudas de país marginal. La mayoría de estos tipos raros no osaría pasar la factura a la Patrulla o a un “otro” indefinido, para el caso de que -tal cual sabe todo verdadero montañista- la mole cobre su precio, rugiendo embravecida.
Allá arriba la relación es diferente; es el otro mundo del montañista. Es lo que ellos eligen, libremente, en una de las pocas cuestiones en las que, en serio, eligen.
Ellos empujan su propio destino, sin tutela estatal, conscientes de que no están jugando un partido de tenis.
Así es en el Aconcagua, como en el Plata o en el Tupungato, en el Fitz Roy sureño, en el Himalaya del Nepal, en el Mont Blanc europeo o en cualquier cumbre de los Andes. Pero con ello nadie asegura la vida ni se hace cargo del que libremente reta la cima (los seguros no la incluyen en sus coberturas, salvo excepciones internacionales dudosas, a las que cobrarles lleva otra vida). Hacerse cargo.
Pero en estos días de titulares en rojo, de “expertos” abundantes en el café y del mundo indagando en la tragedia y en su comercialización, algo se quebró con descaro, como en un shopping o en la escalinata de los Tribunales, en medio de una vocinglería impiadosa. Todas las voces la emprenden -directa o indirectamente- contra el Estado bobo y sobreprotector, de arcas anémicas y ambiciones infinitas; contra los rescatistas flagelados por el frío y la angustia del compañero muerto. Acometían, incluso, contra el propio Federico que, como cualquier mortal en un momento extremo, tuvo sus yerros y pagó por ellos. Todos la emprendían, sabihondos, interesados, leguleyos, desesperados, analistas improvisados, opositores y oficialistas en campaña, mi vecina asediada por la repetición morbosa de las imágenes de la tragedia. Muy pocos se acordaron de los empresarios de la cadena de agencias que vendieron la aventura de Federico y los italianos (mendocina, chilena y norteamericana). A ellas y a algún seguro “dibujado” es más difícil imputarlos; más fácil al Estado. “El montañismo es un juego de muy alto riesgo, como lo es la profesión de guía de montaña. Exige responsabilidad de quien libremente elige esa actividad y responsabilidad significa obligaciones y capacidad de respuestas”. Alejandro Randis -maestro instructor de guías de alta montaña, uno de los fundadores de la Escuela de Guías y referente obligado de cualquiera que es seducido por la tentación de la montaña- había reseñado de esta manera sus reflexiones en Los Andes (fue el viernes 6, en Opinión, cuando ya la muchedumbre de los vengadores arreciaba).
Asombrado por las voces y los expedientes del reclamo, escribía además: “No hay que prohibir ni controlar tanto. El Estado debe exigir a los visitantes que asuman sus propios riesgos y sus consecuencias. Debe obligar a los visitantes a informarse de todos los peligros mortales y de desaparición que amenazan la ascensión y, además, sincerar la imposibilidad real de auxilio o rescate en muchísimos casos”.
Subrayé en el texto: “Las consecuencias y sus costos materiales y/o intangibles no deberán ser costeados por la comunidad. Así hacen los países que poseen ciudadanos maduros y funcionarios de igual calidad.
No se les ocurre prohibir para evitarse problemas, ni pretender sobre proteger allí donde debe ser el mismo individuo el responsable primario”. Aconcagua, como el shopping. Contraste entre el viejo romanticismo y este Aconcagua, vendido en el shopping del turismo. Unos 7.000 montañistas del país y del mundo habrán ido esta temporada sólo al Aconcagua (ya hubo 280 evacuados -unos 3 ó 4 por día- con afecciones varias y, como se sabe, 5 muertos). El día de la tragedia de Federico -contratado por una agencia de Estados Unidos- había en las laderas del gran cerro 900 andinistas y turistas de trecking.
En Confluencia y Plaza de Mulas hay casi un centenar de empresas prestadoras de servicios (unos 800 prestadores trabajan en ellas). El Estado espera recaudar 6 millones de pesos por el permiso para entrar el Parque del cerro (1.500 pesos al extranjero, 750 al “nacional”) como derecho de ingreso para pagar gastos de preservación, no seguro ni garantía de socorro. Hay un presupuesto oficial de personal y gastos de obra que rondan los 4 millones de pesos (sin incluir la Patrulla de Rescate, que está presupuestada en Seguridad).
En su nota a Los Andes, Randis afirmaba que “el Aconcagua es un generador de riqueza y no aprovecharlo es casi una canallada en una sociedad agobiada por la pobreza”. Hizo una extensa referencia a los dólares que dejan los visitantes -montañistas y turistas- a la entrada o en pago de servicios a las empresas prestadoras privadas, sin perjuicio del intangible de la promoción de Mendoza por el mundo. Él y los guías que trajinan en la montaña, creen que “para que esta actividad de alto riesgo y voluntarismo, siga albergando a buenos montañistas y sea también una fuente de divisas para la provincia, debe asegurarse un marco sustentable, gestionado por privados y con funcionarios del Estado, competentes en los planes de manejo y la preservación”. El asunto es que al viejo idilio -de retos, aventura, romance y libertad- el hombre le agregó el comercio y la política le fue endilgando responsabilidades al Estado sobre protector (cuyos recursos no consiguen priorizar educación, salud, seguridad y justicia para todos). Lo han convertido en objetivo bobo y fácil, en busca del chivo expiatorio o resarcimientos, cada vez que la montaña se cobra el reto con la muerte.
En otros tiempos, allá arriba, cada deportista respondía por su propia elección. Y se hacía cargo, cuando perdía el desafío.
Por Gabriel Bustos Herrera
Fuente Los Andes on Lne
Photo los Andes y Photo ilustracion Pezcalandia