Desde Pezcalandia les contamos, el diario de viaje de cuatro días de caminata por la montaña peruana, en busca de la Ciudad Sagrada tal como lo hacían, hace siglos, sus míticos pobladores
Desde la Puerta del Sol, el final del camino, una vista panorámica de la impresionante ciudadela inca de Machu Picchu a cien años de su redescubrimiento. / Julián Bongiovanni
Mentiría si dijera que la experiencia comienza en el kilómetro 82, punto de largada del Camino del Inca. La historia arranca al bajar del avión en Cuzco y ni bien el cuerpo recibe el latigazo de los 3400 metros a los que se encuentra la ciudad. La sensación es la de estar flotando, y entre el mareo y un inminente dolor de cabeza, me las ingenio para retirar mi equipaje y llegar al hotel. Allí, luego de un reparador mate de coca, compañero infalible en las alturas, las noticias no son las mejores: el complejo tiene cuatro pisos, y no hay ascensor. Mi habitación, claro, queda en el último. Tomo aire -nunca parece el suficiente, cuando los pulmones aún se están acostumbrando a respirar entre las nubes-, y subo con cuidado peldaño por peldaño: una pequeña práctica para los casi 46 kilómetros de caminata que aguardan comenzar, en la madrugada siguiente, y durante los próximos cuatro días.
Día uno
El despertador suena a las 5.30. Es el primero de unos cuantos madrugones. Horas antes, Héctor, el guía de 27 años que liderará la aventura, había enumerado los cuidados y requisitos para la excursión. Básicamente mucho bloqueador solar, repelente para mosquitos, un buen equipo para lluvia, ropa abrigada y no tanto, calzado cómodo y la infaltable cámara de fotos. La comida, las bolsas de dormir, la carpa y el traslado del equipaje, quedaban a merced de los porteadores, que se encargarían de hacer más placentero el viaje, llevando los kilos que mis músculos -y mis pulmones-, no podrían soportar. Héctor anuncia que el viaje será en privado, ya que Andrew -un inglés en plena luna de miel-, había vuelto de Puno con un malestar importante.
El diagnóstico: principio de enfisema pulmonar y una internación que duraría varios días. Esperanzado, dice que espera encontrar a la pareja ya repuesta, cuando arribemos al Machu Picchu. Mi cabeza da una nueva puntada pero ya no queda marcha atrás: confío en que las infusiones varias, el agua mineral y las sorojchi pills -píldoras a base de aspirina indicadas para el mal de altura-, hayan hecho su efecto y me acompañen para que yo también, logre llegar a la ciudadela.
Después de poco más de una hora, la combi hace una parada en Ollantaytambo, un simpático pueblito que es la base de todos los caminantes. Es domingo de Pascua y una procesión ajena a mi aventura, lleva al Cristo con orgullo, por entre las calles angostas, al ritmo de una melodía transandina. Enseguida nos trasladamos hacia el punto de partida en el kilómetro 82. El incipiente mal de altura quedó en el olvido, y parte de la razón está en que la caminata comienza a 2750 metros, 650 metros más abajo que Cuzco. El primer check-point, en Piskacucho, parece una procesión internacional: peregrinos de todas las nacionalidades alistándonos para arrancar la mítica caminata. Somos quinientos en total, entre viajeros, guías y porteadores. La disposición nacional no permite un alma más, como una forma de preservación de este lugar, declarado Patrimonio Mundial por la Unesco en 1983.
La caminata matutina es a buen ritmo, distendida. Héctor va relatando las historias de cada flor, arbusto y pájaro que se nos cruza en el camino. El ritmo es tranquilo, casi no hay pendientes, aunque cerca del mediodía, el sol empieza a arrasar. Corren las horas y el cuerpo va abandonando el entusiasmo del principio para darle lugar, a un incipiente cansancio. Un snack a media mañana y algunas paradas, dinamizan el camino hasta el almuerzo; que no puede más que sorprenderme. De alguna manera los porteadores -quienes me seguirán maravillando el resto de los días-, llegan mucho antes que nosotros al primer campamento base y organizan la carpa comedor y una comida suculenta, a orillas de un pequeño arroyo.
El día uno suma doce kilómetros en alrededor de seis horas de paso firme, y el camino permite ir descubriendo ruinas como las de Llactapata, un centro ceremonial religioso y Willkarakay, otro punto estratégico en el camino que, como casi todos los que forman parte del trayecto, funcionaban como poblados y vigías, controlando a quienes se dirigían a la ciudad sagrada. Al final, el predio que nos asignan para pernoctar en Wayllabamba, a 3100 m, parece un jardín perdido entre las nubes. Después de una reparadora sopa de quinoa, ya arropada en mi bolsa de dormir, me duermo pensando en que después de todo, la altura no es tan mala: estoy más cerca de las estrellas.
Día dos
La jornada comienza temprano, y el "té despertador", suena a las 5.45. Incarnación, alias Inca, golpea la carpa con un mate de coca y una fuente de agua tibia, mientras el resto del equipo se esmera con un desayuno de frutas frescas y cereales. Después de una noche fría, creo estar preparada para lo que viene: el día más duro de los cuatro, en pendiente casi en su totalidad. Son ocho horas de ascenso que quedarán para el recuerdo de mis rodillas y los músculos de cada parte del cuerpo. Arranco de buen humor, evoco las esmeradas clases en el gimnasio y pienso que tanto entrenamiento indoor, tiene que ayudar en algo. Pero a las dos horas de peldaños de roca naturales, la vista se me nubla cuando el horizonte sigue, infinitamente, cuesta arriba. Ascendemos desde Wallabamba hasta Llullucchapampa, donde almorzamos. Y el cielo se pone negro. El guía me recuerda que si bien desde abril a noviembre la época de lluvias cesa, esto es naturaleza. Cierro los ojos y me calzo el equipo de lluvia, sin chistar. El corazón vuelve a galoparme en el pecho ante las nuevas escalinatas y me programo para pensar cada paso, uno detrás de otro, sin mirar demasiado el horizonte que no se ve nada alentador.
Avanzamos casi sin aliento hasta el punto más alto del recorrido: el paso de Warmi Wañusca o de la Mujer Muerta, que se erige a 4200 metros. Las siguientes dos horas serán en descenso, y Héctor alerta: la noche será la más fría, a 3950 m.
En el camino, las palpitaciones bajan con interesantes recreos en ruinas que van coronando el paisaje como Runkuraqay. Allí Héctor relata la teoría de que este gran edificio en forma semicircular -como casi toda construcción incaica-, habría servido de posta para los chaskis, los mensajeros-corredores del antiguo imperio. La historia lejana trae otra más reciente y asombrosa: siguiendo la velocidad de sus antecesores, los porteadores -para mí, los chaskis de hoy-, corren una carrera en el Camino del Inca. El último ganador lo recorrió, completo, en 2.45 horas. Pienso en los dos días y medio y todas las subidas y bajadas que aún me faltan, e intento ser condescendiente conmigo misma. No nací chaski ni porteadora, afortunadamente.
Cuando llegamos a Chaquiqocha, donde está el segundo campamento base, lo siento como una hazaña que mi espíritu nunca olvidará. Trece kilómetros recorridos, en poco más de siete horas, prácticamente todas en ascenso. Una cena caliente revitaliza el cuerpo, y me siento en el mejor cinco estrellas que haya visto jamás. Wilbert, el jefe de cocina, y su equipo, preparan una exquisita comida andina, y el marco es perfecto: la cordillera en todo su esplendor, donde sobresale el pico nevado de Verónica, y un cielo plenamente tapizado de estrellas, en una noche helada. Mi carpa espera y el Machu Picchu, está un poco más cerca.
Día tres
El guía anuncia que este será el día más largo: quince kilómetros en alrededor de diez horas, ... pero también el de más bellos paisajes, y esta vez, subidas y bajadas más amigables que las del día anterior. Un rato después del amanecer, ya estamos en el camino, y el incentivo es importante: mañana será el gran día. A medida que avanzamos, descubro que se cumple la promesa de Héctor: el paisaje va mutando, de estepa a selva húmeda, empiezan a abundar los helechos, y el sonido del río Urubamba guía el sendero. Atravesamos túneles tallados naturalmente en la roca, bosques de cedros recubiertos de líquenes y escalinatas que, en este tramo, no han sido restauradas sino que son las auténticas esculpidas por los incas. Antes del almuerzo, un antiguo centro urbano, Sayaqmarka, se impone, y exige para alcanzarlo, escalinatas empinadas, poco aptas para los que sufren de vértigo. En línea recta desde allí, pero diez horas a pie más lejos y cruzando selva cerrada, Héctor me cuenta que duerme Vilcabamba, la última ciudad del imperio. Se dice que cuando llegó a Machu Picchu el rumor del acecho de los conquistadores, todos sus habitantes huyeron hacia esa fortaleza, custodiada por un camino casi impenetrable. Pero los españoles lograron encontrarla y allí batieron una última guerra, la de la conquista definitiva. De Vilcabamba sólo quedan ruinas que la selva terminó de devorar, y la eterna leyenda.
Atravesamos el complejo de Phuyupatamarca, el pueblo entre las nubes, que impacta por sus sectores donde existieron baños naturales, que purificaban el cuerpo y el espíritu. El tramo final hasta llegar a Wiñaywayna, el último campamento, es en pleno descenso. Las rodillas me empiezan a fallar un poco y sólo pienso en que Machu Picchu está más cerca. Al llegar me informan que la cena debe adelantarse: el día ansiado comenzará antes del amanecer. A las 4 sonará el último té despertador.
Día cuatro
En algún momento de la madrugada del cuarto día empezó a llover. Intenté dormirme imaginando que al volver a abrir los ojos me despertaría con un cielo limpio pero cuando oí la voz de Inca, las gotas seguían cayendo. No había parado de llover en toda la noche. Me apuré a preparar mis cosas, guardar la bolsa de dormir y llegar a tiempo a la carpa comedor, envuelta en mi equipo de lluvia y rogando que el agua cesara. Después de un desayuno breve pero energético que mejoró mi humor, los primeros metros fueron casi a ciegas. Faltaba para que amaneciera y la constante llovizna, enlentecía el trayecto aún más. El camino se angostó y cuando algo de luz empezó a aparecer, nos encontramos los quinientos peregrinos en fila india, agotados, pero a paso firme.
La promesa era alcanzar el Intipunku o Puerta del Sol con el amanecer, un punto panorámico imperdible desde el que se asoma por primera vez la ciudadela. Luego de varias escalinatas escarpadas y más llovizna, arribamos a las seis de la mañana al famoso parador. Había oído las historias de los caminantes, que exhaustos, llegan a este punto y al ver la ciudadela, lloran de emoción. Contuve las lágrimas, si, pero las de bronca: la espesa niebla y la bruma apenas me dejaban ver la cara del guía. Ahí entendí que la aventura era la aventura, y había que atenerse a los designios de la naturaleza, tan sabia como caprichosa. Las siguientes dos horas fueron tensionantes: en algún momento pensé que quizá no iba a poder ver Machu Picchu, tras semejantes nubarrones que no me dejaban vislumbrar siquiera pocos metros más adelante. ¿Y si todo el esfuerzo había sido en vano? ¿Y si no había recompensa al final del camino? Me iría a casa con la crónica incompleta, con el sabor agridulce de los caminos incas desandados pero de la ciudadela que no quiso que la conociera.
Llegamos a la base alrededor de las 8.30. La lluvia había cesado pero el calor condensaba más y más nubes. Mientras revolvía un café insulso, miré el reloj que devoraba mi valioso tiempo: a las 13.30 tenía que partir a tomar el tren para regresar a Cuzco. Entremedio de mi malhumor casi indisimulable, Héctor me confirma que Andrew, el inglés que habían internado, ya está bien, y llegaría con su esposa para unirse a nuestra recorrida guiada por la ciudadela.
Unos minutos más tarde, todos estamos avanzando entre las terrazas y algo pasa. El sol se empieza a asomar tímidamente, y las nubes parecen querer desvanecerse. Ahí si, me emociono con la intensidad que había soñado, y no me importa ya que hora es, cuánto me duele el cuerpo ni todo lo recorrido para llegar a ver este espectáculo que supera, en vivo, la belleza repetida de la clásica postal. De repente todo es verde y brillante y una fortaleza imponente se despliega ante mis ojos. Ahí está el gran Machu Picchu.
Mi obnubilación sólo se quiebra unos segundos, al pedido de la pareja de ingleses de sacarles una foto. Sonríen, especialmente Andrew, satisfecho. Después de un episodio casi trágico, lo había logrado.
Miro a mi alrededor y no puedo sentir más que una felicidad plena, una conexión íntima con el lugar que supera todo esfuerzo de los días anteriores. Sonrío para mis adentros, saboreando una victoria más espiritual que física. Yo también lo había logrado.
Por Daniela Dini
Fuente LA NACION