Desde Pezcalandia te contamos que en un tiempo no muy lejano será difícil distinguir entre refugiados climáticos y de guerra”, afirma aquí Harald Welzer, quien reflexiona sobre el calentamiento global, esa suerte de relato actual de la destrucción.
El estadounidense Harold Camping debe ser por estos días el ser humano menos confiable del mundo. Este predicador de 90 años de Oakland, California, y que vive en un asilo con una Biblia pegada a su mano predijo cuatro veces el fin del mundo. Y las cuatro veces se equivocó. Ni el 21 de mayo de 1988 ni el 7 de septiembre de 1994 ni el 21 de mayo pasado a las 6 de la tarde –¿hora del este o del oeste?– ni el 21 de octubre el mundo hizo ¡crack!
En cada una de esas fechas, el planeta y los siete mil millones de seres humanos que lo habitan siguieron girando como si nada a 29,5 kilómetros por segundo alrededor de una estrella adolescente llamada Sol en el brazo de Orión de una galaxia espiral conocida como Vía Láctea.
Pese a su homofobia enquistada y su fanatismo ciego, Camping no es del todo culpable. Como el resto de sus parientes Homo Sapiens, este hombre no pudo escapar a una fascinación eterna cuyas explicaciones seguramente se encuentran en algún rincón de nuestro genoma: el relato del fin. De una forma u otra, a todos, en toda época y en todo lugar, nos secuestró en algún momento la curiosidad apocalíptica. Como aquellos que sufren de incontinencia y no pueden evitar tropezarse con las páginas y saltan al capítulo final para ver cómo termina una historia, nos encontramos una y otra vez encandilados ante los mismos anuncios de clausura inminente –el cartel de “the end” de las películas– en cada oportunidad maquillados en forma de asteroides furibundos en ruta de colisión, desbarajustes informáticos al filo de un nuevo siglo, colisionadores de partículas supuestamente fuera de control, epidemias, erupciones volcánicas, hecatombes nucleares, tormentas solares, crisis financieras e infinitos etcéteras. Como se pudo constatar el 11 de noviembre pasado –11/11/11– en el cerro Uritorco (y en la decisión de los cada vez menos avispados productores de noticieros televisivos que enviaron sus cámaras a la espera de que sucediera algo, lo que sea), somos una especie melodramática y adicta al género catástrofe.
Ahora y siempre: el economista inglés Thomas Malthus ya olía a desastre a principios del siglo XIX cuando relacionó el aumento de población con la escasez de recursos. Y Bill Joy, cofundador y jefe científico de Sun Microsystems, igualó esta mirada trágica cuando escribió hace casi una década su ensayo titulado Por qué el futuro no nos necesita en el que presagiaba que las tecnologías con más empuje en el siglo XXI –la robótica, la ingeniería genética y las nanotecnologías– incitarán a la especie humana a la extinción.Como sucede en todos los aspectos de la vida, el relato del fin se renueva permaneciendo siempre el mismo. La única diferencia de su versión actual quizás sea que este relato mutó.
Como un gas, se esparció por todo el ambiente. En vez de concentrarse en un hecho puntual y distinguible –un cometa destructor, un virus imparable que nos destruye como la vergüenza desde adentro–, el enemigo se volvió difuso y, contradictoriamente, familiar al mismo tiempo. Ya no viene de afuera ni anida en nuestro interior. Está en todos lados. El cambio climático es nuestro relato contemporáneo de la destrucción. Es nuestra peste negra. “El deseo de retratar eventos terribles como presagio del fin de nuestra civilización tiene sus raíces en un rasgo bien humano: la vanidad –escribió recientemente Michael Moyer, editor de la revista Scientific American–. Todos creemos que vivimos en una época excepcional en la historia de nuestra especie.
La tecnología nos dio poder sobre el átomo, nuestro genoma, el planeta, con consecuencias potencialmente graves. Esta actitud puede deberse a nuestro deseo de volver a situarnos en el centro del universo. Imaginar que el fin del mundo se avecina nos hace sentir especiales. Nuestros miedos al Apocalipsis reflejan el miedo más fundamental: el miedo a nuestra propia mortalidad.
”Hasta hace no más de 20 años, lo único que diferenciaba una catástrofe natural –una avalancha, un terremoto, un huracán que dejaba un tendal de muertos– de un genocida o un terrorista era la posibilidad de identificar claramente a un culpable. La naturaleza hasta entonces era inimputable. Sin embargo, con el tiempo hasta ella se judicializó. La gran mayoría de los problemas a los que se enfrente el mundo en la actualidad se imputan, tengan o no que ver, al calentamiento global. “Si caen las ventas en la industria de la moda, si las olas arrastran una cantidad ingente de troncos hasta la costa, si se producen inundaciones, si recrudece la sequía o si suben los precios, la responsabilidad se la lleva en su mayor parte el calentamiento global –reflexiona la estrella de la literatura japonesa, Haruki Murakami, en su genial ensayo De qué hablo cuando hablo de correr–.
Lo que necesita el mundo es un malvado concreto, con nombre y apellido, al que poder señalar con el dedo y espetarle: ‘¡La culpa es tuya!’”.Más allá de las exageraciones, el cambio climático es real. Y hasta escépticos independientes como el físico Richard Muller, al frente del Berkeley Earth Project, coinciden en la responsabilidad humana en este fenómeno hijo del desarrollo descontrolado y aquel hiperconsumo muchas veces identificado con el progreso de una nación.
Hasta ahora, el cambio climático discurría en un reducido campo literario de acción: el de los papers, los reportes del Panel Intergubernamental del Cambio Climático, las revistas y canales de divulgación científicas, los artículos de los diarios. Como si fuera un suceso capaz de ser encapsulado en un género particular y tuviera su segmento definido de lectores, como lo tienen las revistas de golf.“El problema más severo que enfrenta el mundo”, como alguna vez lo definió David King, el asesor científico del gobierno británico hasta 2007, sin embargo, escapó de este corralito.
Y lentamente comienza a inundar el resto del espectro literario y académico como se vio en 2009 con la novela Solar de Ian McEwan, y se aprecia en las múltiples investigaciones que exploran las consecuencias políticas y sociales de un acontecimiento hasta ahora concebido exclusivamente como un problema ecológico, como un asunto de “pájaros y plantitas”.“El cambio climático no sólo es un tema de política ambiental de suma urgencia sino que al mismo tiempo constituirá el mayor desafío social de la Modernidad al amenazar las oportunidades de supervivencia de millones de personas y obligarlas a migraciones masivas –cuenta a Ñ el sociólogo y psicólogo social alemán Harald Welzer, autor de Guerras climáticas: por qué mataremos (y nos matarán) en el siglo XXI (Katz Editores), quizás el manual para entender las claves de la política internacional de las décadas futuras–. Este siglo no será sólo testigo de migraciones masivas sino de guerras por los recursos, conflictos violentos entre todos los que pretendan alimentarse de una única porción de tierra o de beber de la misma fuente de agua que se agota.
Dentro de un tiempo no muy lejano será difícil distinguir entre refugiados climáticos y refugiados de guerra, porque las nuevas guerras están condicionadas por el clima y las personas huyen de la violencia”.
Si bien los procesos sociales no se desarrollan de manera lineal, es imposible ignorar la conformación de un nuevo escenario global en el que la desbaratada máquina del clima se agrega como un nuevo factor de inestabilidad política. Un total de 46 países y 2.700 millones de personas hoy corren serio riesgo de verse afectados por algún conflicto bélico incitado por las sequías, la desertificación, los aumentos de temperatura. Otros 56 países enfrentan una desestabilización política, que afecta a otros 1.200 millones de individuos.
Como señala este investigador de la Universidad de Witten-Herdecke y especialista en el Holocausto y la violencia social, el cambio climático acentúa las asimetrías globales ya existentes que pueden derivar en el estallido de conflictos armados como el de Darfur, la “primera guerra climática”. Muchas veces leído como un enfrentamiento exclusivamente étnico entre tribus árabes y africanas, al mencionar esta disputa –un genocidio que comenzó en julio de 2003 y continúa pese a la indiferencia global– se obvian los factores climáticos decisivos: en el norte de Sudán en los últimos cuarenta años el desierto avanzó 100 km en dirección al sur y la falta de lluvias empujó la migración de 80.000 personas hambrientas.
“La escasez de recursos y la lucha por la supervivencia desatarán en las zonas más desfavorecidas conflictos sin fin, éxodos masivos y un aumento de la inmigración ilegal, unas tensiones que terminarán afectando a las fronteras de las sociedades industrializadas –sentencia Welzer–. El mundo indiscutiblemente de dividirá radicalmente en dos: en grandes grupos de perdedores y grupos pequeños de ganadores.
”Las historias muchas veces romantizadas del colapso de civilizaciones como la Maya de la península de Yucatán, la Rapa Nui de la isla de Pascua o la Anasazi de América del Norte recuerdan que las sociedades eventualmente tienen su fecha de vencimiento. Y que quizás los sucesos potenciados por el cambio climático marquen el comienzo del fin para muchas sociedades actuales.
“El crecimiento y desplome de una sociedad se puede homologar a la evolución de bacterias en una placa de Petri: en ambos casos progresivamente se aprecia un desequilibrio entre los recursos de los que se dispone y los recursos que se consumen –recuerda el biólogo Jared Diamond en Colapso: por qué unas sociedades perduran y otras desaparecen–. Durante las últimas décadas, los arqueólogos demostraron que hubo problemas medioambientales detrás de muchas de las debacles de antiguas civilizaciones.”Evolutivamente menos exitosos que las bacterias, los seres humanos nos diferenciamos de estos microorganismos unicelulares en un aspecto crucial: los grandes problemas del mundo actual no escapan en absoluto a nuestro control. El calentamiento global no tiene la fuerza de la inevitabilidad que impulsa a un asteroide en rumbo de colisión con la Tierra. Mientras la realidad sufre un vuelco y ya nos acostumbramos a vivir en estado de shock permanente, el cambio climático implora, justamente, un cambio: más que tecnológico o espiritual, hace falta una transformación cultural.
Y reconocer también la contradicción natural con la que convivimos: la mayor amenaza de la especie humana es –y seguirá siendo siempre– la especie humana en sí misma.
Fuente Diario La Republica